Todo estaba frio. Por resumir brevemente un
paisaje en el que no había nadie. Hasta se podía escuchar el sonido de las olas
rebotando contra las rocas. El viento era el silencio de aquella primera hora
de la mañana. Me encontraba junto a mi perro en el parque de debajo de mi casa,
Balto. Él haciendo su primera rutina del día, yo observándolo. Creo que incluso
él podía percibir ese aroma extraño, atípico, desconcertador, sospechoso...
Estábamos a 12 de Diciembre, diez días más y llegaban las Navidades. Acabar ese
primer trimestre de colegio se había convertido en una necesidad para mí. Me
estaba asfixiando. El cambiar de casa, amigos, colegio... incluso de novia, no
me estaba sentando bien. Todo lo contrario: mis notas continuaban siendo buenas
pero no eran brillantes, empecé a conocer lo que es jugar con el alcohol,
amigos pocos, enemigos muchos y novia... no creo que ella tenga tanta
importancia ya como para ocupar un solo espacio en este párrafo, aunque haya
ocupado dos años en mi vida. Lo único que marchaba bien era el fútbol. Aquello
por lo que yo había luchado siempre. Por aquel entonces, yo jugaba en el
Mataró. Acabábamos de subir a la máxima categoría del futbol catalán, la
categoría División de Honor. Pocos jóvenes dedicados a este deporte tienen el placer
de poder expresar lo que se siente al jugar en ella. Ni siquiera yo tengo
palabras para conseguir que tú puedas imaginarte lo que sentía yo. Imagino que
ya te habrás hecho a la idea.

Es viernes, subí pensando las escaleras hacia mi
cuarto para recoger mis cosas. Abrí la nevera, cogí la leche, y me preparé un
gran baso de Cola-cao. Como todas las mañanas mi madre me dejaba preparado el
bocadillo encima de la mesa. Pero hoy tenía una nota enganchada con un cutre
celo encima del papel que envolvía mi desayuno: "Te quiero". Ese
detalle, esas 8 letras que para cualquier otro chico de mi edad le sabrían
estúpidas e innecesarias, para mí significaron una sonrisa, una lágrima, un
impulso para empezar bien el día. Era mi madre, quien yo más quería.
Cogí la moto. El instituto estaba a tan solo
5 minutos andando de mi casa, pero a mí me gustaba presumir. Había estado todo
el verano trabajando para poder comprármela. Me encantaban las motos. Subirme a
ella era escapar, huir, desaparecer... Sí eso, quería escapar, pero no sé muy
bien de qué. Me estaba perdiendo, no era yo, aquel chaval capaz de todo había
desaparecido.
Mi padre no quería que tuviera moto. Tenía miedo.
Siempre estuvo en contra. No muchos años atrás, vendió su moto al ver que yo
con tan solo 3 años ya le estaba cogiendo afición. Él sabía lo que significaba
tener un motor con dos ruedas. Sabía que en cualquier esquina me podían quitar
la vida, y junto a la mía, la suya. Pero todos pensamos que no tenemos que ser
nosotros a quienes nos pasen cosas que dice un señor vestido de traje por la
televisión, que son cosas lejanas a nosotros. Aquí es cuando demostramos que
ignoramos, que no sabemos lo que es la vida.
El día transcurría como todos, aburrido, simple,
vacío... Y de nuevo me tocaba de 10 a 11 la asignatura que menos me gustaba.
Filosofía. La detestaba, no por la materia, sino por la profesora. No es bueno
hablar mal de una persona, pero si describiera todas las manías que ella tenía,
la tomaríais como loca o a mí como exagerado. Si no se lo creen vengan a
Vilassar de Mar, y pregunten por ella.
Salí como era de esperar, humillado de aquella
clase. Otra vez lo volvió a hacer. Era la hora del patio. Siempre solía
quedarme a echar unas partidas de ping-pong con los compañeros de clase. Pero
aquel día no. Arranqué la moto y aceleré lo más rápido posible. Como si
estuviera en una carrera de moto GP y el semáforo acabara de ponerse verde. Sin
mirar atrás. Dejándome llevar por la ira. La rabia que me recorría mis puños
quemaba más que el fuego, y mis pensamientos no eran nada benévolos, mejor será
no hacer referencia a ellos.

Aparqué la moto. Entré en casa. Subí a la
habitación y cerré la puerta pegando un portazo. Empecé a gritar. La palabra
gritar no es suficiente para aquel ruido. Muchos profesores no saben el daño
que pueden hacer si no miden sus palabras. Y yo vivía una situación que uno no
está acostumbrado a vivir. Una situación que contarla resulta a veces difícil.
Una situación que hace que muchos jóvenes hoy en día se queden por el camino,
prefiriendo un cubata o un porro a un libro. Mi madre me conocía y prefirió no
decirme nada. Sabía que necesitaba tranquilizarme. Ella me conocía más que
nadie. Se moría de ganas por venir a ayudarme y estaba preocupada. Entre todo
ya habían transcurrido 25 minutos, y en 5 minutos tenía que estar sentado en mi
triste pupitre. Bajé. Abracé a mi madre. Esta vez salí con la moto volando más
que corriendo.
Estaba a solo una curva de llegar al instituto. A
una curva para que el día continuara con la normalidad de siempre. A una curva
para pasar 3 horas más sentado en una silla, volver a mi casa, comer y luego
irme a entrenar. Pero en realidad estaba a unas milésimas de ver como mi vida
cambiaba, y por poco, muy poco, se marchaba.
Las ruedas se agarraban al asfalto. La carrocería
cortaba el aire. El contador de mi moto iba subiendo: 30, 40, 50, 60... Y
una estrella apareció por la derecha de frente. Los motoristas pensamos que
ante cualquier obstáculo podremos reaccionar. Pero no tenemos en cuenta el
tiempo de reacción. Al subirnos en una moto dejamos de ser humanos para
convertirnos en una muñeca de cristal, que en la mayoría de veces, al caerse,
se rompe.
Milagrosamente o por razones sin razón del azar,
ese no era mi último día, morir ahí no era mi destino. Todo lo contrario, ese
día es cuando volví a nacer.
Un vehículo Mercedes de última generación no
respetó una señal la cual prohibía el paso sin parar totalmente el coche. Esta
es mi última imagen del accidente. Perdí el conocimiento mientras volaba. El
tremendo impacto me desplazó 6 metros del lugar del accidente, arrojándome
contra un muro de no más de 1,5 metros. A poco estuve de caerme a la riera. Mi
primer impacto y aquí es cuando recobré el conocimiento, fue con la cabeza
contra el borde del bajo muro. Lo siguiente fue dejarme llevar por el
movimiento, sintiendo como el cemento del asfalto abrasaba rápidamente mi piel,
empezando por las piernas, acabando por la espalda.
Allí estaba yo: tumbado, desconcertado y
sangrando. Miles de pensamientos, voces, imágenes, recuerdos, personas,
dolores, sentimientos... recorrían mi cabeza sin saber en cuál de ellos quería
centrarme. Mucha multitud a mi alrededor, comentarios de susto, de miedo, de
preocupación... y la bocina de la ambulancia cada vez más cerca. Una bocina que
anunciaba tristeza y dolor. Un sonido que para todos es sinónimo de desgracia.
De repente, la voz de mi padre ocupó toda mi atención, y olvidándome de todo el
dolor hice el amago de querer levantarme, coger la moto, y marcharme a casa
como si nada hubiera pasado. Pero no fue así. Mis piernas fallaron, y mi
fracaso dio lugar a lágrimas en mis ojos. Si nunca has vivido una situación así
no sabes de lo que estoy hablando. Pero con la palabra impotencia creo que te
puedes llegar a hacer una idea. Yo no podía dejar de llorar, y cuanto más
lloraba más miedo tenía. En ese momento la mujer del coche se acercó
temblorosamente a preguntarme si está bien. Yo atónito la insulté. Con voz
miedosa y estremecida, no cesé en preguntarle: "¿Por qué?" "¿Por
qué yo?" "¿Por qué no has hecho el stop?" "¡Yo no me lo
merezco, quiero ir con mi familia por favor!" le gritaba. En ese instante
llegaron la policía y la ambulancia. En ese mismo momento caí de nuevo
inconsciente.
Todo, o lo que yo consideraba más
importante, cambió. Tres meses bastaron para ver como el sueño de toda mi vida,
ese sueño que te transporta a otro mundo en nuestra mente siempre que lo pensamos,
pasaba de ser algo difícil a ser imposible. Tan solo 90 días para comprobar que
de nada valían los años de esfuerzo, entrega y sacrificio por el fútbol. 2160
horas para poder moverme sin la ayuda de una estúpida silla con dos ruedas,
para volver al instituto... en definitiva, para empezar de nuevo.

A veces las cosas resultan ser más difícil de lo
que uno espera. Cabizbajo, hombros caídos, pasos perdidos, pensamientos
confundidos. La vuelta al instituto se convirtió en una pila de hojas en mi
habitación. Nunca había tenido que recuperar una sola asignatura y ahora tenía
que hacer frente a nada más que 6. Sólo 6 pensarás sin tener en cuenta mis tres
meses de ausencia en el instituto. Tardes vacías. Ningún lugar al que poder
huir. Ninguna pelota a la que poder pegarle una patada. Mi sombra se había
convertido en mi mejor compañía, y por supuesto, la única que quería.
Con 16 años uno no piensa con claridad, y ahí es
cuando necesitamos a nuestro héroe para que nos salve y nos guíe hasta el
camino correcto. Me dejé llevar por mis sentimientos de derrota, esos que te
meten en la cabeza que el camino fácil es la mejor solución, seguro que sabes
de lo que hablo. Yo lo llamo el lado cobarde de nuestra alma. Ese lado que
ensucia nuestro espíritu, que nos ciega la razón y nos guía hacia un camino
corto, frío, inmutable... Quise dejar de estudiar. Aprobar 6 asignaturas era
algo que lo veía muy lejos. Cuando uno está acostumbrado al éxito, no piensa en
una situación diferente. Todo es perfecto y no se encuentra un motivo por el
que tenga que cambiar. La gloria muchas veces no nos deja ver más de lo que nos
interesa. Yo no sabía lo que era ir a contracorriente y ese riachuelo llevaba
una corriente demasiado dura, o al menos eso creía.
Estaba convencido, era lo mejor para mí.
Desaparecer de ese oscuro lugar y no volver nunca más. Perder ahora 13 años de
estudios no lo veía del todo malo, todo lo contrario, lo veía como mi única
salida. Sustituí mis ideas a largo plazo por otras que eran más fáciles a
corto. Lo que quiero decir es que me rendí.
Estaba tan seguro que hice lo que tanto me
costaba siempre, decirle las cosas que pensaba a mi padre. Hablar con él se
convertía en algo parecido a una misión imposible. Siempre mostraba una actitud
desinteresada, nada de lo que pasaba a mí alrededor parecía importarle
mínimamente o eso me parecía a mí. Ni siquiera sé si llegó a sentir miedo
cuando mi madre lo llamó para comunicarle que su hijo había tenido un accidente
de moto. El día del accidente ni si quiera me besó. Yo necesitaba su cariño.
Pocas veces eran las que él me lo daba. Un gesto de aprecio suyo o unas
palabras bonitas podían llenarme más que cualquier otra cosa.
Bajé las escaleras. En el sofá estaba él.
Tumbado. Viendo la televisión. No se inmutó que me senté a su lado. Inspiré muy
hondo. Solté el aire poco a poco intentando bajar mi nerviosismo mientras mi
cabeza elegía las mejores palabras para empezar. Al mirarle dudé, mis palabras
se atravesaron, el me miró. Su mirada fue extraña, dudando del sonido que había
salido de mi boca. En seguida recompuse la compostura y hice fuertes mis palabras.
Le expliqué todo. Todo lo que sentía, todo lo que quería hacer. A lo largo de
mi discurso cada palabra se convertía en una lágrima. Cada lágrima mostraba el
dolor que recorría mi alma. Débil. Intentaba añadir argumento para convencer a
mi padre de que lo que estaba diciendo era algo bueno para mí. Pero si de algo
mi padre no carece es de prudencia, de fortaleza, de inteligencia... Me miró
fijamente. Esperó a que me tranquilizara lo suficiente como para que pudiera
escuchar el poder de sus palabras. "No vas a dejar de estudiar"
fueron sus primeras palabras. Un no que impedía la posibilidad de entrar en un
debate. Un no que retumbó en mis adentros como el primer petardo de la una
noche de San Juan. Un no suave pero a la vez seco. Un no tan firme que lo hacía
incontestable.
Sus palabras fueron sencillas, tan sencillas que
se hacen difíciles de recordar. Pero recuerdo que abundaron en mí. Cubrieron
cada parte de mí, como si en cada hueco vacío faltara una palabra suya. Su
opinión me hacía tanta falta que ahora me pregunto por qué no la busqué
mucho antes. Me transmitió todo lo que veía en mí y lo orgulloso que estaba de
tenerme. Puedo decir que era mucho más que lo que un padre puede ver en un
hijo.
En un instante me llenó de fuerza, de valentía,
de orgullo. Por fin sentí que él creía en mí. La seriedad de sus ojos no
engañaban. Me preguntó si era capaz de recuperar al menos las necesarias como
para no repetir curso. No dudé. Mi respuesta fue un sí decisivo. Un sí que
produjo un escalofrío por todo mi cuerpo haciéndolo más firme aun. Un sí tan
fuerte como para romper cualquier frontera. Un sí que anunciaba el regreso de
aquel chico capaz de conseguir lo que se propusiera. Mis lágrimas que
reflejaban cobardía se convirtieron en lágrimas de felicidad. Lágrimas que
tenemos todos cuando algo que esperábamos tanto por fin sucede.
Estaba en el mismo punto de antes; es cierto.
Seguía teniendo una montaña de hojas para estudiar en mi habitación. Seguía sin
poder jugar a fútbol y probablemente la próxima vez que lo volvería a hacer
sería en el parque con mis amigos. Pero esta vez le tenía a él, mi padre, mi
héroe.
Fdo: Adrián Guerrero