domingo, 23 de marzo de 2014

Te propongo algo diferente

Nos quejamos de que siempre hacemos lo mismo, que no podemos gastar esos infinitos de minutos  de llamada gratis que tenemos porque nunca nos suceden cosas interesantes, que no aparece en nuestra vida esa persona que nos haga olvidarnos del mundo, que solemos reír a cuentagotas, que los días de lunes a jueves transcurren de la misma manera y los fines de semana si no fuera por esas noches que tomamos más alcohol de la cuenta, no añadiríamos esa pizca de emoción que tanto nos hace falta para sentirnos algo más que vivos.

Y la verdad es que tenemos razón. Nos vestimos de la misma manera siempre, cogemos el mismo camino para ir al trabajo, volver a casa o simplemente ir a comprar el pan. Si tenemos que llevar a alguien “especial” a cenar recurrimos a aquel restaurante que sabemos que no nos fallará. Hablamos con las mismas personas, salimos con los mismos amigos y ojo con que alguien nos mire más de la cuenta o intente acercarse a nosotros.
 
Sí, ¡haces lo mismo siempre y no te sucede nada interesante! Pero… ¿Por qué te quejas?
Ahora te propongo algo diferente. Comienza por ponerte esa ropa que guardas para ocasiones especiales, ¿Por qué no iba a ser hoy un día inolvidable? Sal a la calle y sonríe a la primera persona que veas (te mirará raro, lo sé, pero es que en este mundo no estamos acostumbrados a ver a la gente sonreír). Coge el teléfono y mira la agenda. ¿A quién prometiste llamar y aun te está esperando? ¡Llámalo! Si ves que alguien tiene interés en ti, ¡conócela! Nadie te está diciendo que por intercambiar unas cuantas impresiones tengas que salir con ella. Libérate. Saluda a tus enemigos, deséales un buen día (todos vamos a morir igual). Entra en casa, dales un beso a tus padres y recuérdales lo mucho que les quieres, nunca sabes cuándo va a ser la última vez que lo puedas volver a hacer, así que ¿Por qué no empezar hoy y continuar haciéndolo cada día del resto de nuestras vidas? No esperes a hacer las cosas cuando los malos momentos llegan. Hazlo ahora, cuando todo va bien, son cuando más se recuerdan. Camina. Escucha. Observa. Siente. Desahógate. ¿Tienes un problema con alguien? Habla. Soluciona. Crece. Todos los problemas no tienen una solución, pero sí una conversación. Permítete un capricho. Come. Relájate. Date un respiro. Echa un ojo al pasado, no importa lo duro que haya sido, sonríele. Levántate. Escúchate. Empieza. Cambia. Ve de frente. Comparte. Hoy es un buen día para regalarle algo a aquella persona, sí la que estás pensando ahora mismo. Ábrete. Compra una postal y envíasela a aquel amigo al que echas en falta. Recuérdale la primera anécdota que te venga a la cabeza y dile que lo esperas ver pronto. Continúa. Tómate un buen gin tonic mientras escuchas tu música preferida. Sueña. “Filosofea”. Atrévete. Da el primer paso e invita a un café a esa persona en la que no dejas de pensar. Valórate. Vales más de lo que crees. Señala el cielo y que ese sea tu límite. Párate. Cierra los ojos. ¿Ahora lo ves?


Fdo: Adrián Guerrero
 




 

sábado, 15 de marzo de 2014

12 de Diciembre

Todo estaba frio. Por resumir brevemente un paisaje en el que no había nadie. Hasta se podía escuchar el sonido de las olas rebotando contra las rocas. El viento era el silencio de aquella primera hora de la mañana. Me encontraba junto a mi perro en el parque de debajo de mi casa, Balto. Él haciendo su primera rutina del día, yo observándolo. Creo que incluso él podía percibir ese aroma extraño, atípico, desconcertador, sospechoso... Estábamos a 12 de Diciembre, diez días más y llegaban las Navidades. Acabar ese primer trimestre de colegio se había convertido en una necesidad para mí. Me estaba asfixiando. El cambiar de casa, amigos, colegio... incluso de novia, no me estaba sentando bien. Todo lo contrario: mis notas continuaban siendo buenas pero no eran brillantes, empecé a conocer lo que es jugar con el alcohol, amigos pocos, enemigos muchos y novia... no creo que ella tenga tanta importancia ya como para ocupar un solo espacio en este párrafo, aunque haya ocupado dos años en mi vida. Lo único que marchaba bien era el fútbol. Aquello por lo que yo había luchado siempre. Por aquel entonces, yo jugaba en el Mataró. Acabábamos de subir a la máxima categoría del futbol catalán, la categoría División de Honor. Pocos jóvenes dedicados a este deporte tienen el placer de poder expresar lo que se siente al jugar en ella. Ni siquiera yo tengo palabras para conseguir que tú puedas imaginarte lo que sentía yo. Imagino que ya te habrás hecho a la idea.

 
Es viernes, subí pensando las escaleras hacia mi cuarto para recoger mis cosas. Abrí la nevera, cogí la leche, y me preparé un gran baso de Cola-cao. Como todas las mañanas mi madre me dejaba preparado el bocadillo encima de la mesa. Pero hoy tenía una nota enganchada con un cutre celo encima del papel que envolvía mi desayuno: "Te quiero". Ese detalle, esas 8 letras que para cualquier otro chico de mi edad le sabrían estúpidas e innecesarias, para mí significaron una sonrisa, una lágrima, un impulso para empezar bien el día. Era mi madre, quien yo más quería.
Cogí la moto. El instituto estaba a tan solo 5 minutos andando de mi casa, pero a mí me gustaba presumir. Había estado todo el verano trabajando para poder comprármela. Me encantaban las motos. Subirme a ella era escapar, huir, desaparecer... Sí eso, quería escapar, pero no sé muy bien de qué. Me estaba perdiendo, no era yo, aquel chaval capaz de todo había desaparecido.
Mi padre no quería que tuviera moto. Tenía miedo. Siempre estuvo en contra. No muchos años atrás, vendió su moto al ver que yo con tan solo 3 años ya le estaba cogiendo afición. Él sabía lo que significaba tener un motor con dos ruedas. Sabía que en cualquier esquina me podían quitar la vida, y junto a la mía, la suya. Pero todos pensamos que no tenemos que ser nosotros a quienes nos pasen cosas que dice un señor vestido de traje por la televisión, que son cosas lejanas a nosotros. Aquí es cuando demostramos que ignoramos, que no sabemos lo que es la vida.
El día transcurría como todos, aburrido, simple, vacío... Y de nuevo me tocaba de 10 a 11 la asignatura que menos me gustaba. Filosofía. La detestaba, no por la materia, sino por la profesora. No es bueno hablar mal de una persona, pero si describiera todas las manías que ella tenía, la tomaríais como loca o a mí como exagerado. Si no se lo creen vengan a Vilassar de Mar, y pregunten por ella.
Salí como era de esperar, humillado de aquella clase. Otra vez lo volvió a hacer. Era la hora del patio. Siempre solía quedarme a echar unas partidas de ping-pong con los compañeros de clase. Pero aquel día no. Arranqué la moto y aceleré lo más rápido posible. Como si estuviera en una carrera de moto GP y el semáforo acabara de ponerse verde. Sin mirar atrás. Dejándome llevar por la ira. La rabia que me recorría mis puños quemaba más que el fuego, y mis pensamientos no eran nada benévolos, mejor será no hacer referencia a ellos.
 
 
Aparqué la moto. Entré en casa. Subí a la habitación y cerré la puerta pegando un portazo. Empecé a gritar. La palabra gritar no es suficiente para aquel ruido. Muchos profesores no saben el daño que pueden hacer si no miden sus palabras. Y yo vivía una situación que uno no está acostumbrado a vivir. Una situación que contarla resulta a veces difícil. Una situación que hace que muchos jóvenes hoy en día se queden por el camino, prefiriendo un cubata o un porro a un libro. Mi madre me conocía y prefirió no decirme nada. Sabía que necesitaba tranquilizarme. Ella me conocía más que nadie. Se moría de ganas por venir a ayudarme y estaba preocupada. Entre todo ya habían transcurrido 25 minutos, y en 5 minutos tenía que estar sentado en mi triste pupitre. Bajé. Abracé a mi madre. Esta vez salí con la moto volando más que corriendo.
Estaba a solo una curva de llegar al instituto. A una curva para que el día continuara con la normalidad de siempre. A una curva para pasar 3 horas más sentado en una silla, volver a mi casa, comer y luego irme a entrenar. Pero en realidad estaba a unas milésimas de ver como mi vida cambiaba, y por poco, muy poco, se marchaba.
Las ruedas se agarraban al asfalto. La carrocería cortaba el aire. El contador de mi moto iba subiendo: 30, 40, 50, 60... Y una estrella apareció por la derecha de frente. Los motoristas pensamos que ante cualquier obstáculo podremos reaccionar. Pero no tenemos en cuenta el tiempo de reacción. Al subirnos en una moto dejamos de ser humanos para convertirnos en una muñeca de cristal, que en la mayoría de veces, al caerse, se rompe.
Milagrosamente o por razones sin razón del azar, ese no era mi último día, morir ahí no era mi destino. Todo lo contrario, ese día es cuando volví a nacer.
Un vehículo Mercedes de última generación no respetó una señal la cual prohibía el paso sin parar totalmente el coche. Esta es mi última imagen del accidente. Perdí el conocimiento mientras volaba. El tremendo impacto me desplazó 6 metros del lugar del accidente, arrojándome contra un muro de no más de 1,5 metros. A poco estuve de caerme a la riera. Mi primer impacto y aquí es cuando recobré el conocimiento, fue con la cabeza contra el borde del bajo muro. Lo siguiente fue dejarme llevar por el movimiento, sintiendo como el cemento del asfalto abrasaba rápidamente mi piel, empezando por las piernas, acabando por la espalda.

 
Allí estaba yo: tumbado, desconcertado y sangrando. Miles de pensamientos, voces, imágenes, recuerdos, personas, dolores, sentimientos... recorrían mi cabeza sin saber en cuál de ellos quería centrarme. Mucha multitud a mi alrededor, comentarios de susto, de miedo, de preocupación... y la bocina de la ambulancia cada vez más cerca. Una bocina que anunciaba tristeza y dolor. Un sonido que para todos es sinónimo de desgracia. De repente, la voz de mi padre ocupó toda mi atención, y olvidándome de todo el dolor hice el amago de querer levantarme, coger la moto, y marcharme a casa como si nada hubiera pasado. Pero no fue así. Mis piernas fallaron, y mi fracaso dio lugar a lágrimas en mis ojos. Si nunca has vivido una situación así no sabes de lo que estoy hablando. Pero con la palabra impotencia creo que te puedes llegar a hacer una idea. Yo no podía dejar de llorar, y cuanto más lloraba más miedo tenía. En ese momento la mujer del coche se acercó temblorosamente a preguntarme si está bien. Yo atónito la insulté. Con voz miedosa y estremecida, no cesé en preguntarle: "¿Por qué?" "¿Por qué yo?" "¿Por qué no has hecho el stop?" "¡Yo no me lo merezco, quiero ir con mi familia por favor!" le gritaba. En ese instante llegaron la policía y la ambulancia. En ese mismo momento caí de nuevo inconsciente.
Todo, o lo que yo consideraba más importante, cambió. Tres meses bastaron para ver como el sueño de toda mi vida, ese sueño que te transporta a otro mundo en nuestra mente siempre que lo pensamos, pasaba de ser algo difícil a ser imposible. Tan solo 90 días para comprobar que de nada valían los años de esfuerzo, entrega y sacrificio por el fútbol. 2160 horas para poder moverme sin la ayuda de una estúpida silla con dos ruedas, para volver al instituto... en definitiva, para empezar de nuevo.
 
 
A veces las cosas resultan ser más difícil de lo que uno espera. Cabizbajo, hombros caídos, pasos perdidos, pensamientos confundidos. La vuelta al instituto se convirtió en una pila de hojas en mi habitación. Nunca había tenido que recuperar una sola asignatura y ahora tenía que hacer frente a nada más que 6. Sólo 6 pensarás sin tener en cuenta mis tres meses de ausencia en el instituto. Tardes vacías. Ningún lugar al que poder huir. Ninguna pelota a la que poder pegarle una patada. Mi sombra se había convertido en mi mejor compañía, y por supuesto, la única que quería.
Con 16 años uno no piensa con claridad, y ahí es cuando necesitamos a nuestro héroe para que nos salve y nos guíe hasta el camino correcto. Me dejé llevar por mis sentimientos de derrota, esos que te meten en la cabeza que el camino fácil es la mejor solución, seguro que sabes de lo que hablo. Yo lo llamo el lado cobarde de nuestra alma. Ese lado que ensucia nuestro espíritu, que nos ciega la razón y nos guía hacia un camino corto, frío, inmutable... Quise dejar de estudiar. Aprobar 6 asignaturas era algo que lo veía muy lejos. Cuando uno está acostumbrado al éxito, no piensa en una situación diferente. Todo es perfecto y no se encuentra un motivo por el que tenga que cambiar. La gloria muchas veces no nos deja ver más de lo que nos interesa. Yo no sabía lo que era ir a contracorriente y ese riachuelo llevaba una corriente demasiado dura, o al menos eso creía.
Estaba convencido, era lo mejor para mí. Desaparecer de ese oscuro lugar y no volver nunca más. Perder ahora 13 años de estudios no lo veía del todo malo, todo lo contrario, lo veía como mi única salida. Sustituí mis ideas a largo plazo por otras que eran más fáciles a corto. Lo que quiero decir es que me rendí.
Estaba tan seguro que hice lo que tanto me costaba siempre, decirle las cosas que pensaba a mi padre. Hablar con él se convertía en algo parecido a una misión imposible. Siempre mostraba una actitud desinteresada, nada de lo que pasaba a mí alrededor parecía importarle mínimamente o eso me parecía a mí. Ni siquiera sé si llegó a sentir miedo cuando mi madre lo llamó para comunicarle que su hijo había tenido un accidente de moto. El día del accidente ni si quiera me besó. Yo necesitaba su cariño. Pocas veces eran las que él me lo daba. Un gesto de aprecio suyo o unas palabras bonitas podían llenarme más que cualquier otra cosa.
Bajé las escaleras. En el sofá estaba él. Tumbado. Viendo la televisión. No se inmutó que me senté a su lado. Inspiré muy hondo. Solté el aire poco a poco intentando bajar mi nerviosismo mientras mi cabeza elegía las mejores palabras para empezar. Al mirarle dudé, mis palabras se atravesaron, el me miró. Su mirada fue extraña, dudando del sonido que había salido de mi boca. En seguida recompuse la compostura y hice fuertes mis palabras. Le expliqué todo. Todo lo que sentía, todo lo que quería hacer. A lo largo de mi discurso cada palabra se convertía en una lágrima. Cada lágrima mostraba el dolor que recorría mi alma. Débil. Intentaba añadir argumento para convencer a mi padre de que lo que estaba diciendo era algo bueno para mí. Pero si de algo mi padre no carece es de prudencia, de fortaleza, de inteligencia... Me miró fijamente. Esperó a que me tranquilizara lo suficiente como para que pudiera escuchar el poder de sus palabras. "No vas a dejar de estudiar" fueron sus primeras palabras. Un no que impedía la posibilidad de entrar en un debate. Un no que retumbó en mis adentros como el primer petardo de la una noche de San Juan. Un no suave pero a la vez seco. Un no tan firme que lo hacía incontestable.
Sus palabras fueron sencillas, tan sencillas que se hacen difíciles de recordar. Pero recuerdo que abundaron en mí. Cubrieron cada parte de mí, como si en cada hueco vacío faltara una palabra suya. Su opinión me hacía tanta falta que ahora me pregunto por qué no la busqué mucho antes. Me transmitió todo lo que veía en mí y lo orgulloso que estaba de tenerme. Puedo decir que era mucho más que lo que un padre puede ver en un hijo.
En un instante me llenó de fuerza, de valentía, de orgullo. Por fin sentí que él creía en mí. La seriedad de sus ojos no engañaban. Me preguntó si era capaz de recuperar al menos las necesarias como para no repetir curso. No dudé. Mi respuesta fue un sí decisivo. Un sí que produjo un escalofrío por todo mi cuerpo haciéndolo más firme aun. Un sí tan fuerte como para romper cualquier frontera. Un sí que anunciaba el regreso de aquel chico capaz de conseguir lo que se propusiera. Mis lágrimas que reflejaban cobardía se convirtieron en lágrimas de felicidad. Lágrimas que tenemos todos cuando algo que esperábamos tanto por fin sucede.
Estaba en el mismo punto de antes; es cierto. Seguía teniendo una montaña de hojas para estudiar en mi habitación. Seguía sin poder jugar a fútbol y probablemente la próxima vez que lo volvería a hacer sería en el parque con mis amigos. Pero esta vez le tenía a él, mi padre, mi héroe.
 
 
Fdo: Adrián Guerrero